Desde Cero

El trabajo de las manos es desgraciado, sucio, termodinámico e histórico. Su fatalidad consiste en su misma condena: el mundo es asqueroso y eres parte del mundo cuando lo tocas, al lamerlo, en el instante del amor y la autopsia y del abrir y cerrar los ojos. El mundo y tus manos siempre se encuentran para convertir algo; un papel deja de ser blanco y se vuelve un poema; la guitarra suena y ya no es un silencio; el aire se llena de volátiles abrazos y en muchas camas a muchas horas en muchos sitios las parejitas se revuelcan, y sus manos, benditas galletas de cinco barquillos, les dan la oportunidad de ser ellos, amándose sin querer odiarse y quedándose hasta el final, hasta que la ciudad se apague entre vapores de alcantarilla y vahos erógenos de las buhardillas.

   Las manos que más recuerdo son las del tipo que vivía en la única casa rosada que había en el barrio. Era solitario aunque un perro siempre lo acompañaba (el can Kaiser) y su boca era triste. La gente—pero más que todo las madres que sacaban a sus niños al parque de la P a que jugaran en la rueda y en los columpios y en las barras; aquellas señoras parlanchinas de trajes hablaban de las personas que a sus vistas aparecían de repente, y el tipo de la casa rosada les daba papaya partida por kilos, salía cada rato y según ellas las miraba con morbo, queriéndoselas atragantar sin masticarlas, y claro, cuando les peguntaba cualquiera las muy oriundas inventaban chismes del tamaño de Moscú, como uno que decía que el tipo de la casa rosada tenía las manos grandes porque le eran necesarias para sus prácticas onanistas y sodomitas.

   Yo nunca me atreví a preguntarle el origen de sus manotas, pero un día lo seguí hasta su casa. Era noche de sábado, pero no era sábado por la noche sino un día que no tiene nombre, un tiempo sin signo. El tipo salió del parque y sus pasos se aceleraron cuando la primera esquina se le puso enfrente, su perro lo seguía infatigable y con la lengua afuera, la noche lo iluminaba y las sombras de Kaiser y el tipo de la casa rosada se fueron haciendo lejanas, distantes, ya no se veían bien. No me importaba, tenían que llegar hasta la entrada del mismo lugar y cuando eso paso, cuando el perro y su amo se metieron a la casa con color de ponche, yo me fui hasta la ventana que daba con la sala y me puse a espiar con la mayor cautela, pero fue imposible pues el ruido incontrolable que produje al carme al suelo y el golpe de mi diente contra el pavimento lleno de hojas húmedas me produjo un desfallecimiento que no sufrí, una caída sin caerme, un ir y venir del tipo y el perro entre escaleras, portón e interior, yo tirado y con el mundo vuelto una batidora, y él ayudándome sin yo poderlo detener, entrándome hasta su casa a un territorio donde los chismes de las matronas del parque cobraban vida velozmente.

  Y hay fue Certeza con olor a cereza—y a cerveza, porque era embriagante encontrarme acostado en la sala de un perfecto desconocido que hacia ruidos en la cocina, de seguro preparando la poción mortal con que me transformaría en comida para Kaiser o picando cebolla y tomate para sus huevos de la noche, en todo caso fue mis predicciones se esfumaron (aunque eran infumables) y el tipo de la casa que ya no era rosada se me acercó con un maletín negro de médico y unos guantes desenvueltos en sus manos, unos guantes blancos que vistieron sus manos gigantes, inmensas, listas para hacer un trabajo que tenía por epicentro mi boca, trinchera nefasta de caries y sangre. Mi diente estaba desportillado y con la lengua lo acariciaba lentamente, buscaba el sabor de la carne viva, y cuando creí encontrarlo vi al perro Kaiser sentado mirando a su amo con una paciencia indescifrable, como si estuviera ante el inicio de un espectáculo que ni se pierde un perro. Yo me quise mover pero fue imposible, el mareo de la caída todavía retumbaba en mis piernas y cerebro como una maraca que tocara un boxeador, lentamente procuré acomodarme y sin darme cuenta una mano de gigante se puso en mi espalda, ayudó a mover mi cuerpote enano y entonces le vi bien el rostro al tipo, era una de esas caras que nunca se ven en la mañana o en el día sino en las noches escabrosas en que uno quiere caminar tranquilo pero es imposible, su nariz era chata y la frente le llegaba hasta la mitad de la cabeza, los ojos de color oliva se le hundían en la premura de sus movimientos y la boca seca y los cachetes grandes lo designaban como un glotón de ceniza. Sin meditarlo mi anfitrión levantó una mano y comenzó a dirigirla hacia mi boca con un hipnotismo que hizo nacer en mi interior una inusitada confianza, me parecía que aquellos dedos gigantescos, sin arrugas ni chambas, eran unos obreros incansables dispuestos a trabajar en mi paladar y en mi diente roto como lo harían en un edificio o un túnel, pero al sentir que la yema del índice palpaba mi dentis desportillado una fuerza tirante, larga, me hizo doler hasta el espinazo y de mi boca la sangre salió despavorida, un chorro uniforme emparamó mi cuello y algo la mano gigante que, sin darme cuenta, me había sacado aquella escultura blanca destrozada contra el pavimento.

   De inmediato el tipo me colocó un algodón sincero, lleno de alcohol y picoso, me hizo estremecer y volver al sofá. Su voz gruesa por fin apareció con una sentencia: Soy odontólogo. Me quedé perplejo ante tal revelación y en mi cabeza una conspiración se gestó para acabar con tanta voz violenta (las matronas) llena de mortal veneno (sus chismes), y me pareció que cambiaba algo al ritmo de la fresa y de la charla de un dentista partido por dentro como las muelas y lenguas rotas que día a día examina, con lentitud de maestro, dotado por la hiperbólica genética de unas manos tamaño muchedumbre, con las medidas precisas para un conquistador o un escritor que escribe con bates y con la suavidad grande, infinita, de unas manos que no han tocado cuerpos verdaderos.

   Aquí llega la historia de las terceras manos que aparecen en este relato (¿o son las segundas?). El tipo de la casa rosada me mostró un retrato de su hijo. El niño estaba sentado sobre un tronco fresco, bañado con rocío brillante como la sonrisa del infante, y sus ojos marrón y el pelo dorado le daban un aire de amor mortífero, de quereres podridos. La foto era vieja y al darme cuenta apareció la voz del tipo con otra sentencia: Mi hijo está muerto, y se parece a ti. En ese momento recordé que yo también era un niño estúpido que vino a ver qué hacía un sujeto extraño de nudillos como trompos y cuerpo nocturno, y ese recuerdo se desvaneció lentamente dándome espacio en la conciencia para pensar de otra forma lo que había dicho el odontólogo: no eran simples palabras al viento, el nombre de su hijo yacía bajo tierra.

   El tipo, entonces, empezó a contar una historia suspendida en la velocidad de su memoria, que a mi parecer ya era de motor medular, porque neuronalmente se notaba el desgaste, aquel cansancio que hace menos inteligente la sonrisa. Me dijo que hacía una década solía habitar con una mujer hermosa en un pueblo lejano de las fatalidades urbanas, distante de la mala palabra, la mirada aniquilante y el humo desgarrador; su casa era de madera fina y sus grandes manos habían construido, astilla a puntilla, todas las paredes, cuartos y techos de un hogar que era más que feliz: estaba enamorado. Para el odontólogo su mujer era una deidad. Cómo sería el efecto de sus palabras en mi cabeza, que siendo yo un cuerpo de seis años, un almita apenas escupida al mundo, me dieron unas ganas imparables de amar a alguien, al que fuera, a mi madre o a mi padre o a mis hermanos o a esa niñita del jardín Belcebú que se llama Margarina y canta idiotas canciones con una cuchara en la mano. La mujer del odontólogo se llamaba Lucía, era de tierras lusitanas y bailaba el chachachá mientras pensaba en Baudelaire; una escritora fantástica que envolvía a su hombre en un mundo hechizado por palabras y voces, mientras él contaba las minucias de la tarde, el proceso de una ortodoncia y lo aberrante que fue el aliento de un anciano.

   Lucía tal vez era como Margarina, o eso me parecía por el momento. Pero esa similitud que yo asumía no se generaba en mi complicidad fatal con el odontólogo de la casa rosada, sino en el hecho de que él era un triste solitario ahora y yo, que apenas comenzaba a vivir, ya sentía los pasos de la soledad ahorcándome. Me contó que Lucía sacó muchas novelas con sus manos presurosas sobre la máquina de escribir, que muchos fueron best-sellers (ni idea qué sería eso, pero sonaba muy feo), y que cuando le dio ese cáncer que se la llevó, estaba haciendo su mejor relato, uno del que no se acordaba porque no quiere, se le notaba la resignación en el temblor de la garganta. Y entonces el odontólogo de la casa rosada me miró como si yo fuera su hijo y yo sentí que me tragaba con los ojos húmedos. Miró también la foto de soslayo y luego pronunció unas palabras que me paralizaron: Tu eres mi hijo y has vuelto para vengarte de lo que te hice.

   No tenía opción de salir a correr de la casa rosada porque ya estaba con Kaiser atrás y con la cara chata del odontólogo, pero tuve un impulso de escapar de allí tan pesado, que al ser reprimido por las circunstancias me produjo un desmayo. Volví a caer al suelo, me pegué en la parte de atrás de la cabeza y cuando desperté estaba en otro lado, un lugar al que jamás pretendí llegar: la cama del hijo muerto. El tipo seguramente me recogió del piso con sus manotas, subió las escaleras y me abrigó del frío debajo de esta manta roja de avioncitos. La verdad, y sin temor a confesarlo, lo mejor de esto ha sido la cobija; tiene un calor y un recogimiento contra mi cuerpo que me parece hecha a mi medida; posee un peso y una textura que van con mi comodidad. El odontólogo de la casa rosada ya no está frente a mí, bajó a la cocina por un vaso de leche y unas galletas. Su perro Kaiser me cuida cautelosamente y en sus ojos de can sin afectos profundos detecto un brillo. Ese brillo, que no tendría porque molestarme, hace que me siente descubierto, observado realmente. Tal vez esto se debe a que me la llevo bien con los animales y no tanto con los adultos, pues a veces son demasiado impulsivos y no se toman el tiempo necesario para disfrutar; y eso nos lo heredan a los niños que ni nos damos cuenta a que hora nos hacemos grandes. Todo eso lo veo en la pupila de Kaiser y cuando lo llamo para que se acerque y lo pueda acariciar, entra por la puerta el odontólogo con una señora que viste una falda larga blanca y un saco de lana gruesa ceñido al cuerpo. Esa señora me parece de primera mano una de las chismosas del parque de la P y mi corazón alcanza a temblar, pero cuando su boca me besa la frente siento el frío extraño que viene de su interior, la heladéz de los riñones que viven tal vez ahogados de té o la sensatez de un estómago que prefiere helado a carne. La mujer esculca un maletín que dejó en la entrada. Saca un aparato que parece un radio portatil pero sin parlantes y me lo pasa por el cuerpo, luego se pone unas gafas gruesas y me abre la boca. Ahí veo sus manos locas y familiares, el secreto que se borra y renace, la suavidad de la madre perdida que tal vez era ella. Porque acá todos estamos muertos. Mi padre, ese odontólogo que le hizo una casa rosada a su esposa, y mi madre, esta señora que me revisa cada noche antes de que salga a repetir el ciclo de muerte. Yo me pierdo debajo de un carro, ella enferma y cae en una noche, y el hombre de las gigantescas manos rosadas se pega un disparo en la cabeza en la madrugada. Somos un trío de fantasmas condenados a vivir en el refugio en el que pasamos las últimas horas. Tal vez es nuestra culpa que las comadres del parque de la P digan que esta casa está embrujada o que tiene un aire extraño. Somos nosotros, sí, me gustaría decirles un día. Pero cuando lo voy a hacer siempre una llanta me parte en dos, o simplemente olvido todo y empiezo desde cero.

Por Chano Castaño

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