La iluminada

   Abrí los ojos y estabas tu acostada a mi lado, con la sábana tapándote las piernas y la cintura y dejando descubierta tu espalda sinuosa. Mi afán siempre empieza temprano y aquella mañana no era la excepción. Pasé por el baño y la cocina a ritmo de hormiga y me fui dejando una nota sobre la mesa y un dinero para que comieras algo. Cuando volví por la tarde estabas viendo un show de televisión de un tipo que me parece pesadísimo. Acostada en el sofá, con tus cuquitos azules y una camiseta que te resaltaba los pezones, me abriste campo junto a tu cuerpo tibio y me ayudaste a desanudar la corbata. Todas las mañanas comenzaron a ser iguales, algunas para variar teníamos sexo, pero de ahí en adelante solo desapareciste de mi vista cuando ibas a tu casa por más ropa o por alguna cosa que necesitabas. Yo no te dejaba ir y tu no querías dejar la temperatura de la casa. Estos muros habían cogido color con tus palabras y tus movimientos. Yo me sentía más vivo, más consciente de las cosas, como si estar a tu lado me hubiera devuelto algo que ya daba por perdido. Y pensar que casi no te hablo esa noche en el bar. ¿Qué hubiera sido de mí?

   Tampoco te fuiste en los cinco años siguientes pese a que peleábamos porque te gustaba inhalar cocaína de vez en cuando o porque yo llegaba borracho sin avisarte. Comenzaste a trabajar para un fotógrafo y traías comida a la casa, vinos, me invitabas a cenar los sábados en la noche y si te daban ganas nos tomábamos unos cocteles. La vida se nos hizo más fácil. Extrañamente comenzamos a tener el mejor sexo en mucho tiempo, recuerdo eso muchísimo. Te gustaba hacerlo en todas las posiciones y una noche insististe en que te penetrara por el ano, a lo que accedí no sin algo de precaución y sorpresa. Luego fue aquella noche en el restaurante vietnamita donde te pedí matrimonio y aceptaste. La felicidad nos abrazaba.

   Comenzamos a viajar y cuando decidimos quedarnos en Madrid fue que te dio el asunto del yoga. Comenzaste donde un maestro que te enseñaba muchas técnicas para respirar y manejar mejor las energías. También quisiste involucrarme pero nunca accedí. Ahora que lo pienso nunca supe en verdad porque me negué a participar en las clases del calvo fornido ese. De seguro me intimidaba y no quería aceptarlo. No bastando con eso, también comenzaste a ir a todas aquellas sesiones para despertar la consciencia, y a los rituales de danzas diversas a los que me llevabas con la esperanza de que yo empezara a dar locomoción a mis centros vitales. En verdad mis centros vitales siempre se despertaban cuando te metías a la cama desnuda y me pedías que te follara toda la noche. No sé si alguna vez lo percibiste. Cuando me dijiste que te querías cambiar de residencia para que fuéramos a vivir al Tíbet me sentí tan sorprendido que me demoré varias semanas en contestarte, pese a desde el comienzo estar seguro que mi respuesta era un sí cargado de escepticismo.

   No recuerdo el nombre del barrio al que llegamos, pero las primeras noches nos quedamos en un hotelito en el que estabas dando por descontado que nos atenderían a las mil maravillas, pero que en verdad nos dejó con la boca abierta ante la vigorosa estampida de cucarachas que salió del cuarto y el olor a naftalina con caca de murciélago. Fue un horror y al siguiente día percibí cierta hostilidad propia de los occidentales en tu gesto, pero como tenía previsto eso lo único que produjo fue tu fortalecimiento. A los pocos días ya te movías como pez en el agua y estabas dispuesta a conseguir alguna cosa donde meter la cabeza. Un apartamento pequeño de aceptable precio te pareció ideal por su ubicación y su cercanía con el templo sagrado, un lugar al que siempre te referías con aquel nombre extraño que parecía un crujir de gatos.

   Pasaron varias semanas y ya estábamos con las costumbres propias de los lugareños, limitados en nuestro mercado y nuestras comodidades, pero casi tocados por la luz divina que proviene del ayuno y la meditación. Como siempre lo manifesté, yo me sacrificaba por tus convicciones, pero en el fondo no quería abandonar mis vicios ni placeres mundanos, como beber un whisky cargado una que otra noche y darme un baño con espuma cada cierto tiempo. Sin que te dieras cuenta, me las arreglé para que estos gustos no me hicieran falta de vez en cuando. Trabajé por ello, claro está, pero no dejé que pensaras que lo hacía por buscar la comodidad y el lujo, sino por dar fe de que el trabajo es otra forma de luz.

   Contigo todas las formas de la realidad se volvieron formas de luz, algo que ha sido positivo por unas cosas y negativo por otras. Creo que básicamente por eso te pedí el divorcio, porque me cansé de que concibieras cada estipulación y manifestación de mis intenciones más humanas y básicas como perversiones que nos alejaban años de la sabiduría infinita y la iluminación. ¿Cuál sabiduría infinita? Nunca me enteré de que podía saberlo todo o sentirlo todo, pero tu llevaste a intentar aquella hazaña, abandonando lo que yo quería a mi paso. Esta bien, yo me ofrecí a acompañarte porque te amo, pero jamás pensé que aquel destino, el inofensivo y tranquilo Tíbet, en verdad te volvería una radical que no supo que a su lado seguía el más común de los hombres.

   No te bastaba que fuera de nervios y sangre. Querías una mácula solar, el poder del silencio, la perfección al otro lado de la muerte. Ahora que te escribo esto, años después de no saber de ti, siento que por fin puedo saludarte de nuevo como una persona normal. Huir de la vida que hice contigo no fue fácil. No me tienes que responder, no es necesario. De algún modo sabré que leíste la carta. Te deseo lo mejor y espero que tu vida haya alcanzado el nivel necesario de meditación para llegar al más allá.

   Por lo pronto, yo continuo en esta tierra.

Por Iván Duarte

Deja un comentario

Blog at WordPress.com.

A %d blogueros les gusta esto: