
Me interesa la literatura que habla de no pertenecer a ninguna parte. Literatura no del destierro, sino de la fluidez del espíritu y el lenguaje a través de la realidad. Sin entregarse a las ficciones que nos propone desde el gordo de las tocinetas en la televisión hasta el político mañoso que se desgasta entre cocteles y debates. Un imposible, porque esas ficciones sostienen nuestra vida. Le dan el material del que está hecha.
El paso del tiempo se configura en nuestra alma a través de la forma que le da la mente, es decir, una forma narrativa casi igual a la de una novela. El tiempo que ya podemos contar, el pasado, nos queda como un ejemplo del mundo que se puede volver muchas cosas, experiencia, sabiduría, falta de fe, consciencia del absurdo. Lo que importa es saber que esas ficciones son tan peligrosas como un ejército de asesinos. Nos roban la consciencia, se aprovechan de su nobleza abierta (sobretodo de aquellos nobles que no tienen un tráfico de información que contraste la mente y configure el tiempo de forma mas compleja), y llevan a los humanos a participar en infinidad de cosas que son perjudiciales. El lector podrá figurarse de antemano esas formas diabólicas de la ficción. Por ejemplo, la religión. Los dioses son una ficción muy particular porque gozan de ser parte de algo que a ciegas llaman “divinidad”. En esa maleta caben elefantes de ocho manos, hippies que multiplican el vino y fundan el bacanal, héroes del trueno tipo Zeuz o Changó, y hasta firuletes de tipo extraterrestre y animal. Por desgracia la religión está lejos de perder ese poder sobre sus ficciones. Todo lo contrario, nuestro tiempo cada vez parece más cerca de los fanatismos y las causas de la destrucción. Las religiones crean una configuración del tiempo demencial.
Pese a que la muerte es una transformación, muchos aún creen en el juicio final, un tribunal entre humo y nubes donde San Pedro o el tinterillo celestial de turno te culpa de unos pecadillos terrenales, te rebaja la pena de acuerdo a tus buenos actos y finalmente, evaluando su dictamen con los códigos divinos que lo rigen, te informa si cabes en el cielo o mereces el infierno. Digo yo, en mi ignorancia celestial, que el infierno tiene que ser como cualquier comunidad humana porque allá estamos todos. Todos son pecadores, todos son culpables. No hay escapatoria. No intentes huir. Es mejor armarse de alas o una canoa y lanzarse al fluir del mundo.
Controlando las ficciones, sabiendo que la mayoría de acontecimientos de la vida son teatros con sus lógicas propias, podremos saber quienes somos frente a las variantes de la realidad y tal vez así conocer de antemano el destino que buscamos forjar. Todos tenemos una ficción que es perfecta, la que siempre ensoñamos y visualizamos. Ahí nos vemos como más nos gustamos. Esa variante es la que hay que encontrar, esa línea de ficción. Leerla hasta el final y tenerla tan clara que se vuelva un mapa de nuestra vida y consiga entregarnos lo que siempre hemos soñado.