Es mi quinta sesión con Gabriel y no he podido controlar la realidad del sueño. Gabriel en los sueños me ha llevado a torres altísimas, a un desierto donde los zorros andaban en dos patas y a las profundidades de un río en el que fui incapaz de no sentirme ahogado. Siempre me dice que no controle la intención con la cabeza sino con el corazón, así la realidad del sueño se sincronizará con mi energía y cambiará el aspecto del mundo onírico que me rodea. No sé distinguir entre deseo e intención. Siempre que voy a modificar un aspecto de la experiencia que estamos viviendo desato el caos. Bajo nuestros pies ya se derrumbó el piso varias veces, en una ocasión comenzaron a saltar tigres y creo que lo que estropea todo y genera aquellos desenlaces malévolos es el miedo. Siento miedo. Atado al ombligo con un hilo de hierro que me pasa corriente. ¿Temo despertar y no reconocerme?, ¿Temo controlar la realidad del sueño y frustrarme luego al no conseguir lo mismo en la realidad física?
Gabriel se ve un poco cansado. Me dice que ha pasado una noche de lujo con una chica. Lo ha dejado como carne molida. Sus hombros están más caídos y la pesadumbre de sus párpados es notoria y hace que su aspecto sea un poco siniestro.
Bebemos el té, fumamos las hierbas y ya como de costumbre nos encontramos en un paraje en el que Gabriel se me acerca y me despierta dentro del sueño. Pero hoy se siente diferente. Esta vez nos encontramos en una ciudad de América Latina. Lo sé por sus olores y su ruido. Conozco algunas capitales, Lima, Montevideo, Bogotá, Quito, Brasilia, Buenos Aires, y sé que todas apestan más o menos a lo mismo. Me acerco a una tienda de televisores y me doy cuenta que estoy en el DF, México.
En el vidrio de la tienda me reflejo como otra persona. Yo soy otro en el sueño. Mi rostro es acartonado y viejo. Llevo un bigote blanco estilo vaquero y un sombrero habano de paja dura. Una camisa blanca de cuello abierto y una americana azul terminan el conjunto. Entro a la tienda de televisores y detrás de la caja registradora, como lo suponía, está Gabriel disfrazado de vendedor. En este sueño cuando nos encontramos Gabriel está muy sonriente y me dice que he logrado despertarme sin precisar de su ayuda. No lo había percatado pero es verdad. Estoy lúcido en el sueño desde antes de ver mi reflejo en la ventana de la tienda. Discuto con Gabriel el tema por unos momentos y luego en un perfecto español, le dice a una india que está al fondo de la tienda que va a salir a dar una vuelta con su amigo el gringo. Abre una puertecita que lo deja pasar hasta la zona de los clientes y salimos de allí con una velocidad poco usual.
-¿Qué está pasando, Gabriel?—le pregunto en tono inquisidor—. Usted está poco disfrazado y la ciudad es muy caótica para que yo pueda tener una experiencia de sueño lúcido. ¿El DF, en serio? Usted me había dicho que me llevaría a un lugar más tranquilo, donde yo pudiera concentrarme y lograr la intención.
Gabriel me mira apenas de reojo y sigue caminando.
-Olvídate de todo lo que te dije—me dice sin pereza—. Olvídate que eres tú. Olvídate que estás en un sueño lúcido. Ahora estamos en una experiencia diferente. Esta vez no fallará. Solo tienes que tener cuidado en lo que transformas y en como vas a empezar a deslizarte de una línea a otra de la realidad que puedas modificar. Si llegas muy lejos y no vuelves podrás materializarte en aquel escenario, lo que implicaría que desaparezcas de mi consultorio, y eso en el mejor de los casos: si te pierdes y no consigues salir te quedarás en coma.
-¿En coma?—le repondo irritado.
-No será un coma profundo ni duradero, máximo una semana. Pero igual en coma podrías materializarte en otro lado y desaparecer.
-Eso que me dices está muy loco, todo está muy loco.
De repente detengo la caminata y estamos encima de unos caballos que van corriendo y luego a esos caballos les salen alas grises, no de plumas sino como de pelos de gato, tanto así que el contacto me produce una alergia momentánea y comienzo a estornudar. Luego los caballos aterrizan en una meseta. Nos apeamos y los animales salen de nuevo volando y Gabriel se queda mirándolos.
-Ese bicho es un diseño onírico mío—me dice como halagándose a si mismo—. Logré tenerlo fijo después de entrenar mucho.
Nos sentamos de nuevo en una piedra y Gabriel me dice que haga lo que quiera, él estará por ahí pateando piedras mientras yo me relajo. Miro el horizonte y me concentro en la planicie de árboles delgados y casi muertos, y más allá el inmenso desierto terracota que al fondo explota hacia el cielo en un caos de líneas que dibuja montañas azules. Quisiera estar más cerca de esas montañas. Con la mirada comienzo a buscar a Gabriel pero ha desparecido. No siento miedo. De nuevo miro el horizonte y me rasco una oreja. Siento un giro de trompo bajo las nalgas que parece trasladarme a otra parte en un parapadeo y cuando miro hacia arriba estoy frente a la montaña azul. Haberme acercado no es tan bueno, ha hecho evidente muchos rasgos decepcionantes de la montaña, como por ejemplo la tierra seca y su vegetación poco florida. Ya no me gusta. Es totalmente terracota y arenosa, caliente y parece llena de culebras. Le doy la vuelta para observarla en su totalidad y en uno de sus costados encuentro una entrada a una caverna.
La curiosidad me lleva a entrar. En la oscuridad siento que retumban miles de voces. En medios de los ecos que vienen flotando de lejos, se abre en el fondo de la penumbra un agujero de luz. Se agranda al mismo ritmo que yo camino. Cuando ya estoy cerca veo que es una puerta blanca con sus contornos difuminados.
Atravieso la puerta y me llevo una sorpresa.
Tengo una rubia esposa que me está besando y un hijo de ojos azules pequeño que pide palomitas. ¿Qué hago aquí? Pido excusas para dirigirme al baño. Entre la muchedumbre veo varios personajes que no deberían estar ahí. Entre ellos un tío muerto, el dueño rancio del viejo almacén donde trabajaba mi padre, un vendedor de pulseras que siempre se parqueaba en la plaza y lanzaba piropos descarados a la chicas. Ni ellos ni yo cabemos en un Super Bowl. Llegando a los baños, veo que hay un intento de pelea y sé que el sueño puede acabar si me quedo cerca. Prefiero meterme de inmediato a orinar y encerrarme frente a una letrina.
Puedo darme la vuelta y escapar de aquí, pero quiero una salida escatológica. Hago la descarga y me dejo llevar junto a mi propia mierda. Adentro en medio de las cañerías emerjo como un Fenix, ya no necesito de la puerta de luz porque aprendí como largarme de un lado a otro; de la cloaca urbana de un estadio yankee, paso a un turco japonés con solo chasquear los dedos de la imaginación. Estoy con la toalla húmeda atada a la cintura y un torso desnudo perfecto, un cuerpo tallado por los dioses. Alrededor mío hay otros hombres, todos con el torso desnudo y toalla blanca amarrada al cinto, algunos gordos, otros flacos, pocos tatuados y solo yo estoy en forma. Me voy de allí y pido mis ropas. Al parecer soy un ejecutivo de alto nivel porque me han dado un traje italiano a la medida. Afuera me espera un chofer que me pregunta en un perfecto español a donde quiero ir.
-Lléveme a la Calera—le contesto sin saber exactamente el origen de aquella afirmación. No conozco la Calera. No sé en qué ciudad estoy.
Cuando nos adentramos a la carrera Séptima me doy cuenta que estamos en Bogotá. La última vez que estuve aquí me hospedé en el barrio la Candelaria, donde habían muchos extranjeros y se llevaba una vida bohemia bastante entretenida. Creo que el exceso de diversión borró de la memoria cualquier recuerdo nítido. Sé que esto es Bogotá porque vi el Planetario cuando subimos a la Séptima y se me vino a la cabeza el recuerdo de Victoria, una rubia colombiana bastante simpática con la que tuve un romance de verano que no duró más de una semana.
Comenzamos a subir hacia la Calera y las calles con edificios se van quedando atrás. Tomamos una carretera estrecha y vamos dejando miradores, restaurantes con vista a la ciudad, discotecas. De repente parece que fuéramos los únicos que andan por esta vía. Le pregunto al chofer si estamos en la Calera y me dice que sí, pero que el tiene que irse. Inmediatamente parquea el coche junto a la carretera, se quita el cinturón de seguridad, me dice hasta luego y se baja del auto para salir corriendo en dirección a la ciudad. Yo decido tomar el volante y me doy un paseo.
Conduciendo el carro y modificando el diseño del sueño a mi antojo, consigo también que el coche vuele. En el aire me siento diferente y nadie me hace competencia. De vez en cuando me cruzo uno que otro avión pero pasan muy lejos, además que extrañamente el carro que tengo detecta los aviones en un radar minúsculo que está arriba de las marchas. No sé ni siquiera por cuales lugares estoy pasando pues ni me atrevo a mirar al vacío. También hago aparecer una rubia muy parecida a aquella Victoria y le pido que me de una mamada. Bajarme los pantalones y dirigir un coche por el aire no es cosa fácil, pero es posible en este mundo en el que estoy actuando como dios y protagonista. Tengo claro que en cualquier momento el sueño lúcido va a terminar y no va a ser posible regresar tan rápido de nuevo a una experiencia tan vívida y “real” como la que estoy teniendo ahora. Sin duda alguna cuando despierte en el consultorio de Gabriel extrañaré estas situaciones sin mucho sentido.
Cuando llego en la boca de la rubia ella se pone feliz y me pide que la lleve de viaje. Yo, algo fanfarrón, le digo que la puedo llevar a donde ella quiera con solo chasquear los dedos. Queda sorprendida y me pide que nos vayamos para las pirámides de Egipto. Me quedo mirándola con intensidad hasta lograr posar mi concentración totalmente en mis ojos, y cuando le suelto la mirada le digo que se asome por la ventana del carro, ella obedece y comienza a gritar de alegría a darme besos. El mundo de Egipto también está en mis sueños pero no como aquella bóveda de tesoros para saqueadores y antropólogos, está en el misticismo particular que trascendía la esencia de este pueblo; Queops, Quefrén y Micerino, los faraones mitad hombre y mitad animal, la reencarnación, los gatos, la muerte. Miserable yo que no puedo viajar por los aires con Juanita pero lo hago con una amante onírica y hasta la llevo a los lugares que ni soñaría en la vida real. Me da por aterrizar y cuando lo hago llegamos a Estambul y nos perdemos entre millares de personas entre una calle de mercaderes. Y voy a seguir así. Lo último que quiero es volver a mi cuerpo atollado por el trabajo, la falta de dinero y la involución en el amor. Prefiero estar perdido en escenarios infinitos e insólitos. Sí, prefiero el sueño a estar despierto.
Por Charlotte Montenegro
Su carrera en las letras comenzó en la academia: universidades, congresos, grupos de investigación y marxistas que desarmaban cualquier pieza literaria fueron durante años el pan de cada día. En la clandestinidad escribió durante años y se mantuvo así, apenas aclamado por unos pocos fieles que como una secta lo siguen a todas partes. Charlotte Montenegro dejó atrás aquella actitud de científico literario y se transformó en lo que siempre había querido realmente: un escritor. Así fue que Charlotte llegó al proyecto de Lectores Secretos y decidió unirse a él, con su formidable talento para pensar y crear libros y con su pluma que expresa todo un mundo propio. Charlotte es colaborador asiduo de esta casa, un crítico de carácter y un abanderado de la cultura literaria.