La tía perdida de Antonia

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   Durante varias semanas Antonia vio desde la ventana de su cuarto, ubicada en el tercer piso del edificio Krobasky, al hombre de la americana roja y sombrero negro entrar a la casa de su tía Cecilia, la misma que desde hace veinte años no asoma la cara al jardín.
   Al principio guardó la imagen como un secreto que la fascinaba. Su promiscua imaginación, propia de una joven de 17 años, pensaba que aquel sujeto era el príncipe azul bizarro de la tía Cecilia que de cuando en cuando le hacía el amor sin afán y con cariño, aliviando sus tardes de encierro y soledad, y dándole una luz a la vida de una mujer que hace mucho tiempo había escapado de la experiencia de vivir en este mundo.
   Lo que Antonia recordaba de la tía Cecilia realmente era muy poco. Todo le había llegado por símbolos. Fotos, relatos, memorias. Su madre le contaba que Cecilia en los años en que irradiaba lucidez y juventud era una mujer de una belleza fascinante que no tenía comparación. Era el centro de atención por su verbo tranquilo pero preciso, su inteligencia diversa y llena de gracia y por aquellos ojos verdes de mirada serena. Tocaba el piano, algo inusual entre la gente de su generación, más cercana del origen de los computadores y la música grunge de los noventa. También tenía hábitos que para quienes la rodeaban eran de un misterio tal, que preferían dejarla simplemente ser y no atravesar preguntas en aquel torrente imparable de energía vívida. Por ejemplo, todos dicen que la tía Cecilia subía a los árboles y se quedaba arriba hasta que la noche llegara. Se bañaba en los ríos, montaba a caballo, acampaba y se perdía en el bosque con sus amigas a fumar hierbas y bailar como brujas alrededor del fuego, escuchando música de tambores y evocando las fuerzas de la libertad femenina. Cecilía era un espíritu que transformaba a las otras personas, con una consciencia inmensa del poder vital que concentraba en el palabra y la mirada, llena de dignidad y grandeza, de armonía y equilibrio. Tal vez por eso hace veinte años decidió no volver a salir de casa. Cuando el desencantamiento del mundo le tocó el hombro la tía Cecilia prefirió aislarse y conservar las pocas filigranas de magia que conservaba su alma. No quiso saber nada de nada. No quiso que nadie le hablara. No quiere que nadie la busque. Por eso Antonia se altera cuando ve al hombre de la americana negra y el sombrero rojo. Hace dos décadas que nadie traspasa el portón de hierro de aquella vieja casa.
   Una tarde en que su madre sale a comprar algunas frutas y verduras para la semana, Antonia siente que es la oportunidad perfecta para darle una sorpresa a su tía y de paso preguntarle por el misterioso sujeto que la visita. Sale de su casa nerviosa, nunca la habían visto en la calle sola, pero ella misma nunca se había visto tan sola a las afueras de su propia casa. Caminando de forma decidida se dirige al portón de hierro de la antigua construcción familiar en la que su tía decidió enclaustrarse. Antonia piensa que las flores del jardín de la tía están tan grises y secas que no dan ganas ni de mirar, así como el pequeño camino que lleva de afuera hacia adentro de la casona, está lleno de maleza y el nivel del césped supera el metro de altura. Definitivamente nadie coloca una mano en este lugar desde hace años. Antonia también piensa en las razones por las que su madre nunca quiso volver a visitar a su tía y simplemente limitarse a contar la historia de su pasado y las supuestas causas de su locura. Ese pensamiento se va inmediatamente de su cabeza y Antonia levanta la mano y agarra la aldaba para tocar la puerta. El sonido se esparce por el espacio interno de la casa, un lugar vacío, sin muebles ni mesas ni cuadros en las paredes, ni lámparas en el techo ni cortinas en las ventanas. Un lugar que parece perfecto para desaparecer del mundo junto con todos los elementos que lo conforman. De repente Antonia escucha que una de las ventanas del segundo piso se abre y una mano blanca, de piel liza y suave, se asoma y lanza un papelito a la calle, un papelito que cae a los pies de Antonia, quien lo toma entre sus dedos rechonchos de niña preadolescente, y lo abre y lo lee, solo para llevarse el susto de su vida cuando en caligrafía claramente femenina encuentra la siguiente frase:
“No vuelvas, quien quiera que seas”.
   Antonia vuelve a su casa con lágrimas de miedo corriendo por su rostro. Le tiemblan las manos y las piernas. Cuando entra a su habitación, encuentra que su cama, la biblioteca, la canasta de juguetes y las ropas del armario, han desaparecido. Todo se parece a la sala vacía y terrorífica de la tía Cecilia, y después de pensar eso Antonia sale corriendo, solo para darse cuenta que los muebles de la sala, los candelabros y las inmensas lámparas que iluminaban el área social del apartamento, han desaparecido. Todo en la casa se ha ido por un hoyo negro, piensa Antonia. Su corazón bombea miedo. Antonia decide volver velozmente a la casa de su tía y tocar en el portón de nuevo, con la esperanza de que al repetir los acontecimientos, la maldición se revierta. Al salir, una lluvia torrencial se desploma de los cielos y Antonia comienza a mojarse corriendo hacia su destino. Al llegar frente al gran portón de hierro, Antonia se prepara a destruir el hechizo que ha entrado a su casa. Antes de levantar la mano, siente una presencia sombría detrás de ella. Al voltear la mirada, encuentra al hombre de la americana negra y el sombrero rojo. Ahora que lo puede ver de cerca, se da cuenta que el rostro del sujeto no es nada parecido al de un príncipe azul o al de un malandro con las peores intenciones. Es un anciano, arrugado, seco, blancuzco y de ojos brillantes, todavía llenos de vida y de misterio. Antes de que el vetusto hombre pueda hablar, Antonia le pregunta por qué visita a su tía Cecilia, si era una mujer que huía de las personas y del mundo. El anciano primero suelta una risa, saca unas llaves de la americana y abre el portón. Invita a seguir a Antonia. La niña entra y confirma lo que había percibido: la casa está vacía, da miedo y arruga el estómago. El tipo se quita la americana y el sombrero y los tira al suelo polvoriento y mugroso. Antonia no resiste la curiosidad y sube las escaleras que llevan al segundo piso de la casa, donde al fondo del pasillo está el cuarto principal de su tía Cecilia, el lugar donde estuvo encerrada por años. Al llegar a la habitación, Antonia ve la cama doble sin tender, ropas de mujer por el suelo, y encima de una mesa con espejo para maquillarse, un tocadiscos moderno que tiene bajo la aguja un acetato negro de Jeferson Airplane. Su curiosidad no se queda allí. Antonia abre los armarios de su tía, esperando que ella esté escondida detrás de sus ropas y sus antiguas joyas. Para su sorpresa, Antonia encuentra que de izquierda a derecha en la parte de arriba del armario, están colgadas una docena de americanas negras, cada una con un sombrero rojo colgado en un extremo del gancho. En la parte de abajo hay pantaloncillos de hombre y pantalones negros también iguales a los que se coloca el misterioso anciano. Antonia se queda atónita y camina para atrás buscando la salida del cuarto pero sin quitar la mirada del inmenso armario repleto de ropa de hombre. De repente se topa con la figura del misterioso sujeto, quien está parado en la entrada esperando a que Antonia se vaya. Cuando se miran a los ojos, el hombre le dice a la pequeña infanta:
“Has descubierto mi secreto, mi niña hermosa. Yo hace muchos años dejé de ser la tía Cecilia. Ahora me puedes llamar Roberto, tío Roberto”.
   Antonia no entiende nada de lo que está aconteciendo, y le pregunta al tipo que dice ser su tío dónde se encuentra su tía, la que desapareció hace años.
“Tu tía nunca desapareció, Antonia. Yo soy Cecilia y soy Roberto. Simplemente Cecilia duerme en mi. A cambio yo desperté a Roberto. Roberto merece existir. Cecilia también, pero era muy débil y para enfrentar este mundo tuve que endurecerme. Ahora puede que no lo entiendas, pero en el futuro lo harás, todos acabamos por volvernos algo fríos y cínicos. También te pasará. También dejarás la Antonia que eres ahora por ser alguien completamente desconocido para ti”.

Chano Castaño

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Siempre que se le preguntan las razones para elegir escribir, argumenta que su pasión por los libros y la literatura es como un juego. Se divierte creando mundos ficticios, componiendo poemas de músicas diversas, llevando proyectos editoriales a la realidad. Escritor, periodista y editor, Chano Castaño publicó en 2010 la Historia Ciudadélica, novela ambientada en una ciudad alucinante y perdida en medio de un desierto donde todo es posible. Actualmente edita su libro de cuentos Pólvora Peyote y finaliza su segunda novela,  El viajero perdido en camanance. Es el fundador de Lectores Secretos y actualmente reside en Rio de Janeiro, Brasil.

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