La película nunca se pudo rodar. El desconocido director, amigo de la Pikols, quien dijo conocerlo de su estadía en Berlín durante el verano del 73, nunca apareció el día que iniciaría el rodaje. Todos nos encontramos en el parque de la Soledad a las ocho de la mañana, cerca de la panadería donde atracaron a Domingo, el actor que se supone tendría el protagónico de nuestra ópera prima. Y digo se supone porque cuando percibimos que el director no llegaba y parecía que jamás fuese a colocar un pie en el lugar, muchos comenzaron a irse para su casa, pero nunca olvidaré que el primero en largarse y detener una buseta enfrente de los técnicos de sonido y de luz, los camarógrafos, los extras y la gente de la indumentaria, el primero en apuñalar la moral grupal fue el supuesto protagonista del filme, quien al poner un pie en el carromato de servicio interurbano, fue desalineado de la planilla principal de los actores por decisión unánime de quien, a falta de director, había tomado el mando. Soy yo. Cristhian Hanibal Lopera, productor de este mierdero e improvisador social número uno de la industria cutural.
Ese día mandé a la gente para la casa, pero antes declamé un discurso parado sobre el capó del Renault 4 que arrastraba el truck donde cargábamos todo. Dije que no importaba si aquel estúpido director alemán nos había quedado mal ni que menos importaba que tuviéramos que tomar decisiones de último minuto sin planeación. Filmaríamos una película como fuera. Así nos tocara matar o comer del muerto.
Al siguiente día solo se presentó la mitad del equipo y la otra mitad renunció por boca de los que estaban presentes. Decidimos entonces filmar en vez de una película, otra que contenga tres historias que se crucen, con veinte minutos de duración cada una. El guión lo recortamos y añadimos otras acciones, algunos personajes más impactantes y dinámicos y ciertos detalles que no tenía el anterior protagonista. Acabamos filmando todo en dos semanas. Entre casas viejas, un desierto cerca de Villa de Leyva, una laguna azul donde fingimos un muerto y el hotel donde nos quedamos durante varias noches, hicimos las tres historias y decidimos colocarle como título a la película Gandul en Villa.
Se trata de un arsénico espía que trabaja para la policía ecuatoriana y descubre una red de brujería internacional comandada desde algún punto en Colombia. La primera historia cuenta el punto de vista de ese personaje; la segunda cuenta la historia de una chica perdida entre la casa donde se aloja el círculo principal de brujos; y la tercera cuenta lo que un brujo en particular hace cuando descubre al espía ecuatoriano en su trabajo. Es un guión y una historia excepcionales, con un lenguaje pulido y adecuado para la personalidad de cada personaje y con un direccionamiento narrativo novedoso pero efectivo, pues dividir la historia en tres fue un reto pero lo fue más aún filmar cada una y darle su propia personalidad.
La noche del lanzamiento del filme celebramos en un restaurante a las afueras de la ciudad con los patrocinadores, los gerentes de las empresas privadas que nos brindaron su apoyo y las personas que estuvieron al tanto para que a la producción no le faltara nada. Una patota de malparidos que solo ponen la plata y aprietan la rosca, porque si no fuera porque uno va y se les mete al rancho y les restriega el proyecto con algo de reverencia y técnica mercantil, de seguro estos aviones del capital, voladores que nunca pierden en el juego del dinero, no estarían arrullando la fantasiosa y mágica producción de un largometraje. Toca resistir su conversación retocada con chistes grises y palmadas en la espalda que intentan reforzar una amistad que no existe, o que simple y vanamente está basada en la utilización mutua que nos interesa a los aquí presentes.
Esa noche vemos la película en el lugar de la fiesta y al final, como signo de felicidad y de que esto se fue a rodar, alguien lanza su vaso de whisky contra la pared donde se estaba proyectando la imagen. Todos ríen, los que lloran lo hacen de felicidad y yo me voy al baño, me doy unas rayas, me miro en el espejo y sé que tengo el sueño entre las manos, entre el ardor de mis dedos callosos de montar cintas, en mi voz afónica de gritar órdenes en el plató y en cualquier escenografía donde la adversidad esté presente o la facilidad y el relajo se mantengan, sí, me gusta saber que esta fiesta tiene mi olor y mi gusto, mis toque y mi bajeza, que los que sobrevivieron a esta hazaña me van a recordar como un guerrero que lo arriesgó todo por el cine, por la poesía en el movimiento y en la luz que se abre con el sonido, las grietas del alma que dejan ver el tenebroso abismo donde apenas puedo colocar rollos y rollos de imaginación y cientos de guiones que nunca escribiré, que se quedaran atascados entre mi cuello y mis pies, entre mi cerebro y mis manos, y en noches como esta donde me bebo dos tragos y me lanzo a la calle, puedo ver en el fondo del vaso como la cámara no se quedó esperando para filmar mis acentos y mis derrotas. Siempre está ahí, enfocándome en cada regreso a su presencia circular. La cámara del fondo, un tercer ojo perdido y ahogado entre los cunchos. Una mirada fantasmal que nos tomamos muy en serio.
Chano Castaño
Siempre que se le preguntan las razones para elegir escribir, argumenta que su pasión por los libros y la literatura es como un juego. Se divierte creando mundos ficticios, componiendo poemas de músicas diversas, llevando proyectos editoriales a la realidad. Escritor, periodista y editor, Chano Castaño publicó en 2010 la Historia Ciudadélica, novela ambientada en una ciudad alucinante y perdida en medio de un desierto donde todo es posible. Actualmente edita su libro de cuentos Pólvora Peyote y finaliza su segunda novela, El viajero perdido en camanance. Es el fundador de Lectores Secretos y actualmente reside en Rio de Janeiro, Brasil.