El amor para los fines de semana. Comenzar el lunes levantándose con algo de pereza y encalambramiento. Dar unas cuantas sorbidas al café de anoche. Llenar la botellita con agua y salir al parque con paso firme, sintiendo los músculos llenarse de aire puro y de sangre y de movimientos vivos. Luego colgarse del marco de tubos en el parque. Subir, bajar, los biceps van ganando fuerza y los hombros parece que fueran a estallar de dolor. Un lunes más que se pone el tanque en full. El martes la cosa es diferente. Hay más trabajo, algún encuentro para hablar de proyectos o de pagos, esas llamadas que no esperas y te solucionan o te cagan el día. El martes es un día perdido porque no tiene la morbidez letal de un lunes ni la energética pasión desbocada del viernes. Tampoco el inicio cálido del miércoles ni la intermediación entre allí y allá que nos encanta del jueves. Pero yo te conocí un sábado, Aline. Te vi en la entrada del palacio que hay en el inicio del Parque Largue. Uno de los amigos de Xoxana me estaba contando sobre el marqués de Portugal que vivía allí hasta inicios del siglo XX, cuando este personaje prefirió donar a la ciudad la casa donde su familia llevaba más de dos generaciones. Siempre he creído que aquel desenfado con que muchos de las grandes personalidades de Rio de Janeiro se fueron soltando de sus grandes mansiones hace un siglo, no se debió a la generosidad y filantropía ni a sus intenciones sanamente cristianas. Era el fuego. Los obreros, antes esclavos y ahora libres, podían también iniciar el fuego así que era mejor la paz. En la entrada del palacio te vi y te perdí y quedé congelado hasta el primer brindis. La cadena de saludos y conversaciones cortas que siempre se extendía al ingresar a estos magnánimos eventos de arte era febril y de un paroxismo tedioso en algunos momentos. Salía una mano, la otra, una mejilla joven, otra arrugada, un abrazo de alguien que ni idea, un hola de una atractiva loca de tatuajes coloridos, una mirada esquiva de un mechudo satánico y al final el saludo esporádico del dueño de la fiesta, del que está invitando a todo el mundo y pintó unos cuadros de líneas de colores que no producen ni mierda, pero así son las escatológicas famas en el arte contemporáneo. Luego volví a encontrarte y ya eran las primeras horas del domingo. Era la primera hora, para ser exacto. Te llegué por detrás, susurrando pendejadas en tu oído suave. Nos sentamos a fumar en la piscina y metimos los pies. Hablamos de que yo había olvidado tu nombre y no te gustó que no me acordara pero al final me perdonaste, como si quisieras hacerlo pero no demostrarlo. Nos dimos un beso dulce y baboso, me sentí caer por la boca a la piscina. Te dije que nos fuéramos a mi casa. Un cuarto pequeño, dos perros, varias ollas y un desayuno cinco estrellas. Bueno, dijste que sí, y cuando íbamos consiguiendo salir ilesos del palacio, sin ser vistos por nadie, nos topamos con tu sanedrín de amigos encopetados y lujuriosos. Nos miraron con algo de frialdad y burla silenciosa. Tu te sentaste con ellos y probaste mis dotes de improvisación hasta que logré convencerte que nos largaramos de allí. Dijiste que sí, que bueno, pero que ahora sería en tu casa. En el taxi nos besamos con la locura propia del primer día de los amores más apasionados. Fue pisar la calle y me trinó el hambre como un animal que duerme en nuestras cavernas de aire y nervios. Nos alimentamos con agua de coco helada y pasteles de camarón, en un carrito destartalado con un horno y una fila de clientes bébados, fumados y sicalípticos. En tu casa administramos los placeres. Yo me fui abajo y tu arriba. Danzamos como podíamos mientras nos conocíamos los cuerpos, pero parecía que siempre hubiésemos estado juntos. Todas las caídas se transformaron en otra pose, todos los finales quedaron sembrados en las manos. Acabé arrollando tu presencia en medio de la tensión y me perdí cayendo en tu espalda como un cuerpo que muere, que dio su última luz en un grito y se debilitó ahogado en tu pelo. Me dijiste que me fuera en la madrugada y eso hice. A las seis me levantaste para que me largara y me dijiste el nombre de la calle donde quedaba el punto del onibus. Nos dimos un beso seco y con aliento de borracho en la entrada de tu edificio. El corazón ya me temblaba a las pocas cuadras. Queriéndolo o no parecía que me había enamorado de nuevo. Cuando llegué a casa empezó de verdad el domingo silencioso entre la soledad de mis libros y mi cama. Pero esta vez llegué con tu alma entintada sobre mi piel. Y no me bañé.
Charlotte Montenegro
Su carrera en las letras comenzó en la academia: universidades, congresos, grupos de investigación y marxistas que desarmaban cualquier pieza literaria fueron durante años el pan de cada día. En la clandestinidad escribió durante años y se mantuvo así, apenas aclamado por unos pocos fieles que como una secta la siguen a todas partes. Charlotte Montenegro dejó atrás aquella actitud de científica literaria y se transformó en lo que siempre había querido realmente: una escritora.
Así fue que Charlotte llegó al proyecto de Lectores Secretos y decidió unirse a él, con su formidable talento para pensar y crear libros y con su estilo que expresa todo un mundo propio. Charlotte es colaboradora asidua de esta casa, una crítica de estilo propio y una abanderada de la cultura literaria.
2 respuestas a “Semana pasada”
wowwwwwwwwwwww jajaj me trasporte alguna vivencia que tuve en mi viaje a Iquitos un abraso quiero leer mas …………..encantador
Gracias por tu ansiedad lectora, pronto te compartiremos más contenidos.