Las víctimas
Cuando las dos estaban más perdidas que una piedra en el abismo se conocieron bebiendo refrescos en un bar del DF. Sus padres frecuentaban aquella taberna del barrio Tepito después del mercado los domingos y siempre las llevaban para cargar canastos. Mientras ellos bebían ellas charlaban de sus cosas de adolescentes. Desde el inicio se reconocieron como lesbianas inéditas. Se besaban detrás de las puertas de los baños, a escondidas de sus otras amigas, y cuando ya sus padres vieron que podían dejarlas dormir juntas, no esperaron nada para perder la virginidad a su manera. Fue un asunto doloroso pero lo consiguieron. Se fueron enamorando tanto como el placer fue creciendo y cuando estaban a punto de terminar la escuela decidieron vivir juntas. Vendieron la idea como si fuera parte de un peregrinaje universitario. Las dos irían a realizar un curso de orientación profesional en Monterrey y luego cada una decidiría el rumbo de su destino. Obviamente todo ya estaba decidido de antemano, consumado entre los fuegos de dos cuerpos que no se cansaban de amarse y poseerse. Por Monterrey apenas dieron una parada y continuaron hacia un caserío viejo a las afueras de la ciudad donde vivía una vieja amiga. Se trataba de una antigua profesora de la escuela que dictaba clases de teatro y que les había dejado un correo electrónico en caso de que algún día la necesitasen. Pues bien, le habían escrito y ella les dijo de la manera más desparpajada que podían venir a vivir a su casa, tener su propio cuarto y empezar a hacer su vida. Ella no las molestaría desde que hicieran algunas tareas de la casa y tuvieran discreción cuando se refirieran a la mujer con quien estaban viviendo. Fue cosa de dos meses para que las familias de las dos se dieran por enteradas de la situación. Como era de esperarse, los dos padres mexicanos, resueltos a recuperar a sus hijas del lesbianismo profano que aquella actriz vagabunda y teatrera les estaba influyendo, salieron a buscarlas a Monterrey y a donde fuera necesario. Dieron con ellas pocas semanas después pero ya era demasiado tarde. Nadie las podía separar.
El asesino
Grunart siempre fue un tipo listo. Lo recuerdo en la escuela dando puñetazos a los negros y extorsionando maricas. Un tipo rudo. Querido por todos, nada que hacer, pero rudo. Grunart vivía en la misma cuadra del South Side, era lo único en común que teníamos todos, aquel pedazo de ciudad donde nos movíamos libres en cien metros cuadrados. El panadero era un italiano vetusto con el ojo derecho más pequeño que el izquierdo que hacía una bulla voraz cuando se reía a carcajadas. Recuerdo mucho que Grunart adoraba al viejo panadero. Siempre intentaba hacerlo reír con bromas que le propinaba a la gente frente a la estantería de los panes y diciendo palabrotas que, a decir verdad, solo entendían ellos dos pues el resto éramos ignorantes de aquella jerga del hampa.
Con el paso de los años la mayoría se fueron para otras calles. Nadie había dejado el South Side pero si habían dejado atrás aquella angosta cuadra con un panadero italiano y una pandilla de ladronzuelos. Grunart era nuestro líder. En las noches de veranos visitábamos el Chicago Loop bien vestidos, con trajes de marca y los zapatos brillantes. Las mujeres nos miraban con interés en el metro y en la calle y eso nos hacía sentir poderosos, pero nadie olvidaba la humildad de la calle donde vivíamos, esa era nuestra fuerza, aquella compasión que nos unía y que no dejaba que la traición nos tocase. En el Chicago Loop agarrábamos carteras en los bares, rapábamos bolsos a las mujeres con la delicadeza propia de un fabricante de sedas y nos fugábamos por unas calles donde solo pasa un cuerpo.
Grunart quería que subiéramos de categoría. No le bastaba con que cada uno tuviera su carro, su apartamento y sus putas. No. Grunart quería poder. Matar, extorsionar, robar, secuestrar. Quería tener Chicago bajo sitio y en su delirio quería llevarnos a todos los del barrio, designándonos con anterioridad como ministros de su gobierno de las calles, como secretarios y hechiceros de la dinastía del mal que soñaba con imponer algún día en este pulpo de hierro y cemento. Nadie osaba oponer una palabra por miedo.
Grunart comenzó a planear robos a algunos bancos y también contactó a varios mafiosos mexicanos para traer drogas. Después de dos años su poder aumento realmente y ahora el South Side no mueve un dedo sin que Grunart lo sepa o por lo menos tenga idea. Quien pasa armas o drogas, tiene que pagar impuesto. La policía está tranquila porque nunca hay violencia y los sobornos son jugosos y sin cámaras. Grunart saber tratar a los ladrones, definitivamente. Ahora que la mitad de la ciudad es suya los políticos de turno quieren su voto. Y su dinero, como nuestro sabio y mañoso amigo de infancia lo sabe.
La conexión fatal
Si los gringos me vienen a joder, no me voy a dejar. Primero me cortan la cabeza esos hijos de la chingada. Nada más vea usted que cuando me metí en este negocio éramos todos mexicanos y colombianos y nos íbamos bien. Pero con estos gringos es diferente, no les gusta que celebremos los tratos con mujeres y tequila ni que hablemos demasiado. Les fastidian los mexicanos, nos odian porque somos una plaga india e imperfecta en su país de leyes blancas y ladrones de corbata. No me las creo, no que no. Esos gringos culeros, siete leches, no me vienen a decir qué tengo que hacer en mi territorio con mis drogas o con mis putas. Mis negocios son míos, pinche gringo de mierda. Aquí no te vengas con esa de que quieres ser socio o de quieres darnos unos verdes extras para comprar más droga de Colombia. No me mames con esa, güero, que no te la cree ni tu mamita. Los extras me los das para que te quede debiendo, para que dependa mi crecimiento de tus inversiones, pero yo no caigo en esa, ya se la hicieron a otros pinches mexicanos que pensaron que lidiar con ustedes era lo mismo que hablar con el Pato Lucas.
Además, dile al gringo culero ese que no se enamore preciso de las lesbianitas que tan felices tienen a nuestros clientes de los termales artificiales. Preciso el gringo ese, el señor Grunart, vino por aquí y vio a las jovencitas lesbianas en su show y se las quiso llevar. Me ofreció cincuenta mil dólares por ellas pero no, ni por todo el oro del mundo le doy a esas majaderas. Primero muerto, primero que me chupe un huevo y se beba un tequila. Pinche gringo garoso, filibustero, periquete. Viene aquí diciendo que va a hacer una cosa y resulta en otra. Comprando drogas pero quiere mujeres. Comprando armas pero quiere drogas. Solos vicio esos gringos culeros, pero bueno, a mi ni me va ni me viene. Solo que no me diga que hacer por aquí ni que se meta con mis lesbianitas del momento. Ellas me la ponen regia. Ni más faltaba. Mejor me quedo con esos jugueticos y que manden a chupar gladiolo a ese gringo culero, güey.
Los muertos
Los primeros tiros se escuchan a las afueras del casino Santa Helena. La pareja de pistoleros atraviesa inmune la seguridad de un edificio diseñado para evitar atentados. Pasan como saltarines de circo entre grandes materas y máquinas de tragar monedas, entre mesas de póquer, cabinas para carreras de caballos y gente tirada en el suelo. Al final llegan hasta la entrada principal del inmenso despacho desde el cual el famoso gringo Grunart dirige sus jugadas. A plomo deshabitan las puertas y se meten hasta el segundo piso, donde los hombres de más confianza de Grunart los enfrentan con fusiles. La balacera es tremenda, pero la pareja de sicarios no viene sola. Su misión apenas era limpiar la puerta de la entrada. Tras ellos un grupo de gandules brutos y violentos llega rompiendo todo con metralletas y la guardia fiel del gringo se ve morir, a ella misma, entre la baranda y las escaleras del segundo piso. Todos caen y los sicarios entran a la oficina de Grunart. Se llevan una sorpresa al saber que no está allí. Se ha fugado por alguna parte. O puede que nunca hubiera estado ahí.
Cuando los asesinos salen del casino Santa Helena también tienen que enfrentar a la policía. Los fumigan como a ratas. Se suben a sus poderosas camionetas y se van dejando una estela de muertos adentro y fuera del lugar. Grunart jura venganza cuando se entera, pero en secreto se adula por haber sido tan astuto. Jamás había confiado en ellos y este el resultado de su terquedad y rencor. Por el momento, Grunart está en su hacienda cerca de Acapulco y se ha llevado a las lesbianitas del capo Efraín Cepeda, que se las prestó la última vez con la condición de que no le hiciera más ofertas para que se las diera. A Efraín también lo va a robar Grunart con su astucia de viejo zorro. Esta tarde habrá un atentado falso en su hacienda y él comunicará al capo que las chicas murieron en la conflagración.
Cuando llega el momento de la balacera hay algo raro. Dos personas que hacían parte de los supuestos atacantes ya no están. Los han remplazado un asiático delgado con cara de loco y un negro de afro setentero que ríe todo el tiempo. Primero se ríe cuando rompen la puerta de la casa. Luego ríe cuando entra y le pega un tiro a uno de los hijos de Grunart, que está en una sesión de sexo oral con una de sus chicas favoritas. Los dos caen y entonces los hombres que acompañan el ataque le reclaman y le dicen que no debía hacer eso, que apenas debían dejar las marcas de balas en la casa. A ellos los calla pero el asiático, que de una ráfaga los manda al infierno. Cuando llegan al despacho de Grunart esta vez lo encuentran y se sienten satisfechos. Lo del casino Santa Helena no volvería a pasar. Las dos lesbianitas se asustan mucho cuando ven la cabeza de Grunart estallarse con un tiro de changón. Su cerebro queda esparcido en el cuadro abstracto que reposa atrás de la silla donde ha sido ultimado. El negro y el asiático salen como salieron del casino. Y se llevan a las lesbianitas, teniendo que parar más adelante a comprar unos perros calientes y gaseosas para las hambrientas.