Hay noches que no puedo dormir. Si no es la gangue de micos con rabo de alambre, son los gritos sicalípticos de aquella pareja del segundo piso. Parece que se cayeran desde el Everest en cada orgasmo. Yo mientras tanto me levanto todos los días algo trasnochado y bebo un café también trasnochado, doy un mordisco a un pastel dulce si tengo y me lavo los dientes. Listo para ir a la oficina. Solo me baño si el día promete sol. Últimamente ya no puedo ir tan tranquilo a trabajar, siempre me falta sueño. Hace dos días me estrellé en la Avenida Six Park y nadie de la oficina pudo cubrir mis actividades así que, maldito infierno, me quedé de nuevo laburando hasta que la madrugada casi repuntaba. Dormí en el gran sofá que tiene Emily, mi jefa (mi amante), la que cuando llegó venía más caliente que una planicie de verano y me pidió que la embistiera y la despelucara a eso de las ocho de la mañana. Recordé con jubilo a los vecinos del segundo piso.
Hay una extraña ansiedad en los acontecimientos que me ocurren y es por la falta de sueño, creo yo. Me tiemblan las manos. Me doy por enterado de las cosas muchos segundos más tarde, después de que han pasado por mi cerebro como un tren bala de lado a lado y se han decarrilado en la parte de atrás de mi cabeza. El trabajo ha dislocado su tiempo y he perdido fuerza. La misma Emily me lo ha dicho. He perdido peso y ya no tengo la misma potencia de antes. No tengo pesadillas ni tampoco escenas memorables. Sueño que me duermo en plácidas camas sobre nubes de algodón y siento una temperatura de oso de felpa casi surrealista. Luego despierto y tengo la hora enfrente, la pantalla del celular, lo semáforos de la calle. Mi jefa, mi amante, me ha dicho que me tome unas vacaciones.
Compro un pasaje para México. Iré al DF y luego a pasar unos días en Acapulco. Dicen que es un paraíso, vamos a ver. No quiero que nadie me acompañe, ni siquiera Adrianita, pues últimamente andamos mal, sospecho que tiene un amante. Así las cosas una distancia nos cae bien, por lo menos para extrañárnos un poco.
En el DF los acontecimientos prometen mucho. Hoy me ha recibido Gerardo, un viejo amigo de la escuela secundaria que escribe novelas policiacas. Tiene fama aquí, de revoltoso, sanguinario y bizarro. Por eso les gusta, es una mezcla perfecta para esta ciudad de mezclas infinitas. En su apartamento no me invita nada de beber y cuando le pregunto por un mercado para comprar cerveza, me confiesa que él no sabe pues hace mucho tiempo no se toma una. Me dijo una frase en tono arrogante mientras miraba el suelo: “o prefiero beber o prefiero escribir. Y preferí escribir, aunque a veces me de sed”.
Esa noche conozco unos amigos de Gerardo. Pasamos por muchos bares, hablamos con muchas mujeres—la mayoría feas y algo pintorescas—, y acabamos esnifando cocaína en el piso de un amigo maricón de Gerardo. Yo estuve en el baño con una gorda con tetas grandes, pero se puso brava cuando le dije que me la chupara toda, no solo la punta. Se ofendió y se salió del baño. Después también se lo metí a una flaca en el cuarto para lavar ropas, pero esta vez la armonía estaba presente. Les arranqué los cucos de un tirón y me caí al abismo.
Al volver a la casa me doy cuenta que he vuelto solo. Gerardo no está por ninguna parte. Tengo las llaves. Son las ocho de la mañana, huelo a mierda, cigarrillos, coca, tequila. Tengo la lengua dormida y me duele la verga como si la hubiera restregado contra una pared. Al irme a la cama escucho algunos pájaros que cantan pero inevitablemente recuerdo a la pandilla de micos con rabo de alambre. Micos que cantan como pájaros. Tengo la nariz fría y a cada tanto suelta un reflujo ácido que se va por mi garganta. Intento llamar a Gerardo pero su celular está apagado. No puedo dormir. Y vuelvo de nuevo al ciclo interminable del insomnio, donde me prometo miles de cambios para el siguiente día, y luego, cuando amanece, lanzo todo a la basura y me olvido para seguir igual.
Charlotte Montenegro
Su carrera en las letras comenzó en la academia: universidades, congresos, grupos de investigación y marxistas que desarmaban cualquier pieza literaria fueron durante años el pan de cada día. En la clandestinidad escribió durante años y se mantuvo así, apenas aclamado por unos pocos fieles que como una secta la siguen a todas partes. Charlotte Montenegro dejó atrás aquella actitud de científica literaria y se transformó en lo que siempre había querido realmente: una escritora.
Así fue que Charlotte llegó al proyecto de Lectores Secretos y decidió unirse a él, con su formidable talento para pensar y crear libros y con su estilo que expresa todo un mundo propio. Charlotte es colaboradora asidua de esta casa, una crítica de estilo propio y una abanderada de la cultura literaria.