Otro viaje

   Darme cuenta de amar y de escribir al tiempo es situación de poetas abochornados, de esos que escriben su poesía sólo cuando enamoran el corazón o cuando embriagan el alma en pena de sus calurosas melancolías. Dadme a mi una cuenta del amor, traída de la mano de un duende blando y sin ojos, para cobrarme las jugadas tramposas en las que disparé a los pájaros en vuelo y para sacarme del restaurante Sinrumbo, un lugar que me alimenta un segundo y después un minuto que es todos esos segundos sumados, saciados de tragar; al rato caen las horas ebrias de paludismo, esos 24 males se suman, y te dice “buenos días” en la calle esa señora de cuencas como pozos.

   Al Sinrumbo fui a parar por cosas de esta vida perrata, difícil como un putas de llevar. Mis padres me dieron una educación parecida a las de los niños de la ciudad, pero en una escuela de profesores provincianos e infantes que sabían de la vida porque sus padres, casi siempre, eran los que controlaban la vida de los demás: el capitán de la policía, el médico, el alcalde, ocasionalmente un bastardo de cura, en fin. Cuando salí de estudiar el bachillerato mi padre me sacó de la casa y en medio de la parafernalia de no saber qué hacer conmigo mismo, yo decidí irme a vagar por la Tierra, caminar a mis anchas en las dunas del desierto en donde las serpientes arrullan al pasajero nocturno de la arena, cruzar la selva más verde y fresca, sentir las raíces de sus árboles y los cantos de sus pájaros y los rugidos de felinos lientos y videntes y por último, sin saber por qué hacia allí me dirigía y después de años de recorrer el globo terráqueo, llegué a una ciudad donde las cabezas de la gente no tienen pelo, los gatos ladran y no hay perros con dueño, tampoco putas de labial o cerveza amarilla: acá en este lugar el placer es simplemente estar perdido, y ya.

   Por eso darme cuenta de que llevo veinte años sirviendo platos para gente que me sonríe y me dedica una mirada pedigüeña y me saluda en post de sus huevos o del bistec o del café fresco; dos décadas de pasar de la mesa uno a la cuatro y después a la trece—y ten cuidado, flaco, porque la cagas y te sacan las uñas los clientes—, y de la doce a la uno otra vez, y así continuamente como una metralleta que te dispara en el cansancio, en la médula, donde te arruina los días y la vida con los que quieres—si es que tienes afectos, flaco, porque tu familia suele ser algo peculiar—, y también hay otras razones por las cuales darme cuenta de que veinte años, las primaveras de mi existencia, se fueron en un restaurante llamado Sinrumbo que desde hace exactamente dos minutos me sabe a mierda. Se largaron entre platos rotos, grasas fuertes, olores que hastían, gente estúpida y ladrones ocasionales y se los llevó el dueño del pedazo de esta porquería, el tal don Ayá, un chino bajito, amarillo, con camisa roja y delantal blanco. Serio, silencioso, pero un explotador implacable, recalcitrante, de esos que te ven haciendo nada y a palos te agarran con lo que tengan en la mano.

   Hoy me largo del Sinrumbo, ya le pedí mis cesantías al chino y me dijo que le diera una cuenta donde me consignaría cincuenta mil dólares—sí, flaco, en ese momento sonreíste mucho—, también me pidió la dirección de mi casa pues quería enviarme por correo algunos presentes para agradecerme los años de trabajo a su lado, el esfuerzo gigante de él explotándonos y nosotros mirando el suelo y sus baldosas blancas con manchitas de colores, esperando el momento de la quincena y sabiendo que no hay ni un perdedor en todo esto: él hace su dinero a nuestras cuestas pero nosotros lo necesitamos, sin él seríamos uno tontos sin vida de tontos. Es una situación idiota y que no debería de hacer tanto revuelo, pero es tan estúpidamente extraño que prefiero que alguien también trate de comprenderme. Y es que carajo, la vida es una licuadora que hace jugos con fruta de besos, por eso yo salgo del Sinrumbo y me quedo perplejo ante los carros y la gente que pasa, como se ven como huelen como miran, son personas con rostros muy distintos y hay un anhelo en mí hacia ellos motivado por un sentimiento que le da origen a este juego de locas y corsarios: estoy perdido y no sé para dónde irme.

Chano Castaño

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Siempre que se le preguntan las razones para elegir escribir, argumenta que su pasión por los libros y la literatura es como un juego. Se divierte creando mundos ficticios, componiendo poemas de músicas diversas, llevando proyectos editoriales a la realidad. Escritor, periodista y editor, Chano Castaño publicó en 2010 la Historia Ciudadélica, novela ambientada en una ciudad alucinante y perdida en medio de un desierto donde todo es posible. Actualmente edita su libro de cuentos Pólvora Peyote y finaliza su segunda novela,  El viajero perdido en camanance. Es el fundador de Lectores Secretos y actualmente reside en Bogotá, Colombia.

 

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