William Hunt

   Mi nombre es Ramiro. Ramiro José Sánchez. Nací en la provincia de Palo Alto, Nuevo México, pero vivo actualmente en España, donde trabajo como violador de cuerpos. Sin falsa modestia, soy uno de los mejores. Como médico legista, ejerzo la profesión desentrañando cadáveres mutilados a la búsqueda de pistas que ayuden a solucionar crímenes terribles. Pero mi experiencia con la medicina legal no me preparó para enfrentar los eventos que tuvieron inicio en septiembre de 1947. Porque, a pesar de la carga emocional y el asco que mi tipo de trabajo pueda despertar en las personas más sensibles, nadie está apto para decir que fui, o continuo siendo, un demente. Porque la naturaleza de la tragedia que se abatió sobre mi no tiene nada que ver con el lado físico o carnal con el cual lidio a causa de mi profesión. Lo que aconteció no fue un designio de Dios por violar el cuerpo de una persona muerta cuyo merecido descanso tendría que haber sido respetado. Pero me perturbó profundamente, al punto de que mi vida no fue la misma desde entonces. Los hechos llegan a la orilla de la locura y pueden comprometer la autenticidad de mi narración. Con todo, es necesario observar que no tengo antecedentes de esquizofrenia o enfermedades de tipo psicológico en la familia y que, como hombre de ciencia, jamás me interesé por el ocultismo, lo paranormal o cosas afines.

   Soy hijo de María Aparecida Puentes y José Carrera Sánchez, dos honestos e iletrados labradores chicanos cuyo único objetivo en la existencia fue educar a su hijo para proporcionarle una vida diferente. Cuando me formé, abandoné mi tierra natal y llegué al Viejo Mundo inmigrando en un carguero americano. Una vez en España, comencé mi postgrado con mucho esfuerzo y, después de concluir el doctorado, asumí el puesto de profesor titular de medicina legal en la facultad más prestigiosa del país. Por cuenta de mi éxito como legista, toda la veracidad de mi extraño caso puede ser comprobada en los periódicos y publicaciones científicas de la época. Al parecer, sufrí de una extraña amnesia que fue ampliamente divulgada por la prensa especializada de Europa. Durante casi siete años, entre septiembre de 1947 y junio de 1954, yo desarrollé una personalidad secundaria. El cuerpo era el mío, el de Ramiro José Sánchez, pero los gestos, el modo de hablar y el comportamiento pertenecían a otro alguien. Lo que intrigó a los psicólogos y psiquiatras de entonces no fue tanto el surgimiento de aquel segundo “yo”, sino el hecho de que él acabó por suplantar por completo el primero. Quien es de la generación pasada ciertamente se acuerda de eso.

   La “cosa” toda, de hecho, ocurrió de forma muy repentina. Fue un lunes que la extraña amnesia apareció. Era el 10 de septiembre de 1947 y yo estaba dando una clase a un grupo de principiantes. Acostumbrado como estaba a la reacción de los novatos frente a la exhumación de su primer cadáver, no di mucha atención a ciertas señales que eran, ahora que lo veo, una premonición. Me dolía la cabeza y tuve la extraña sensación de que alguna cosa estaba intentando apoderarse de mis pensamientos. Alrededor de las once y quince de la mañana comencé a ver cosas y a sentir que estaba en un recinto que no era la morgue. Mi habla fue poco a poco desviándose del asunto de la clase y mis alumnos notaron que alguna cosa estaba saliendo mal. Fue entonces que yo caí en una especie de letargo y nunca más mis facultades mentales volvieron a la normalidad hasta que desperté de mi pesadilla, siete años después. Lo que pasó enseguida lo supe a través de los otros. Es confiando enteramente en el relato de los otros en que me baso para transcribir la historia bizarra que sigue. Por lo tanto, cualquier falla en la narrativa, omisión o error de información, puede y debe ser atribuido a los alumnos, profesores y familiares que testimoniaran el inicio de mi colapso.

   Después del desmayo, no demostré la menor señal de consciencia durante casi cuarenta y ocho horas. Fui encaminado a un hospital universitario y cercado con cuidados médicos suministrados por los mejores profesionales de la ciudad. Mi esposa Analize y nuestro pequeño Miguelito pasaron la noche conmigo, pero fue solo al inicio de la madrugada siguiente, alrededor de las dos de la mañana, que mis ojos se abrieran y dejaron a todos aterrorizados con lo que vieron. El cuerpo era el mismo, pero nada más decía respecto a mi. Yo decía ser un tal William Hunt y mis expresiones faciales estaban alteradas de sobremanera. Mi habla tenía una entonación diferente y mi pronunciación parecía la de un extranjero, con un acento cargado y lleno de arcaísmos. La mirada era desafiante y ardiente, bien diferente de mi ceño siempre fruncido y compenetrado. Era como si Hunt, el sujeto que se presentaba allí, delante de mi mujer y mi hijo, fuese un intruso que hubiera usurpado mi cuerpo.

   Pero lo que más me llamó la atención en esos primeros momentos de mi memoria compartida con William Hunt, fue la forma grosera e insegura con que usaba mis órganos vocales. Mi dicción presentaba una curiosa afección, como si yo estuviese aprendiendo el español con mucha dificultad, a través de un libro y sin el uso corriente del habla. Eso perturbó a los médicos y a mis familiares, aunque después de un tiempo yo acabase por revelar motivos de mayor preocupación. Decía cosas sobre un pasado distante con una precisión aterradora y, dos o tres veces, mencioné hechos futuros que dejaron a todos espantados. Uno de los psicólogos que acompañó mi caso me dijo posteriormente que yo parecía haber desarrollado el don de la premonición, aunque, habiendo percibido el impacto que las revelaciones causaban en las personas, lo mejor era mantenerlo bajo secreto. Casualmente, fui desarrollando el gusto por la lectura y cualquier asunto que hablase al respecto de las costumbres de épocas pasadas me despertaba gran interés. Literatura, folclor, política, antropología y religión se tornaron mis temas preferidos. Luego me volví un asiduo visitante de la biblioteca de la universidad donde enseñaba y mis amigos alumnos que presenciaron mi colapso no pudieron dejar de notar también que aquel no parecía ser el profesor con el cual había convivido durante un tiempo. A partir de ahí, me cuentan, todos me llamaban William Hunt, pero confieso, no sé si lo hacían por respeto a mi nueva persona o para no empeorar el caso clínico que se deterioraba a la vista de todos.

   Con el tiempo, mi personalidad secundaria, la de William Hunt, acabó por suplantar completamente la original, al punto de que mi mujer se recusaba a creer que aquel sujeto que usaba mi cuerpo era en verdad yo. En diciembre de 1948 ella pidió el divorcio y me prohibió ver a mi hijo. Nunca más llegue a verlo de nuevo. Puede parecer extraño, mas no encaré eso como un proceso doloroso. Hallé natural que fuese de esa manera y pasé entonces a concentrarme en los estudios de períodos cronológicos cada vez más restringidos de la historia. A esa altura, mi acento fue haciéndose cada vez más fuerte y de repente me encontré con que había abandonado casi por completo mi lengua materna en detrimento del inglés. Mi nuevo idioma era hablado a la perfección, aunque en ningún momento de mi vida había aprendido a comunicarme en aquel idioma. Un año después, con el inglés más que afianzado, ingresé en otra facultad en búsqueda de nuevo horizontes, y no lo pense mucho para retomar mi antigua profesión. Estaba de vuelta con proyectos futuros y me di por satisfecho cuando, en menos de tres años, conseguí permiso especial para completar el curso de Historia con maestría en Civilizaciones Antiguas. Me volví un fenómeno. Mi capacidad para memorizar información era algo asustadora. Leía un libro en cuestión de minutos. Las personas no dejaron de notar también el tipo de lectura con la cual me ocupaba. Porque aunque notasen que yo quería ocultar el contenido de mis consultas en la biblioteca de la facultad, los registros estaban todos allí para comprobar. Yo consultaba libros prohibidos de contenido extrañísimo. Magia negra, rituales de sacrificio y dialectos del mundo antiguo estaban entre mis asuntos predilectos. No obstante, tal vez exactamente por cuenta de esa extraña predilección, acabé destacándome entre los demás del cuerpo docente y por cuenta de mis “nuevos” conocimientos adquiridos, ya en el inicio de 1952 me volví profesor adjunto y, en 1953, asumí la dirección titular de doctores honoris causa  en Antropología de la Comunicación.

   Hay quien diga que en el medio académico las lenguas son tan o más fieras que en el mundo artístico y muy probablemente eso haya contribuido para que ciertos rumores hayan cercado mi persona en el transcurrir de ese período. Al inicio, los profesores parecían muy interesados en convivir conmigo, pues, por lo que parece, yo no tenía problemas en compartir conocimientos, pero en la medida misma que eso fue aconteciendo, que yo fui estrechando lazos de convivencia con mis nuevos colegas de profesión, súbitamente ellos se fueron alejando de mi compañía, hasta abandonarme en las más completa reclusión. Lo que todos maliciosamente comentaban, creo yo, era que aquellas cosas innominables que yo me proponía estudiar con tanto ahínco—los jeroglíficos, las sectas de tiempos inmemorables y todo lo demás, no me eran del todo desconocidas. Vean bien, no estoy hablando de una extraña obsesión desarrollada por Mr. Hunt en las largas horas de intimidad con los manuscritos antiguos. Estoy diciendo que, de alguna forma, parecía que ya conociese todo eso. Era como si yo quisiese desesperadamente encontrar algo o certificarme de que nada pudiese ser perdido. Esa impresión ayudó a que las personas de alejaran de mi, ya fuera tomándome por loco, o viéndome como alguien cuya compañía debía ser evitada.

   Fue por eso que nadie halló extraño cuando, durante la nueva fase de mi vida académica, yo conseguí fondos para viajes de investigación en lugares distantes. Es verdad que eso solo fue posible gracias al relativo prestigio que todavía mantenía tanto dentro como fuera de la universidad. Más allá de que, William Hunt, el excéntrico profesor de antropología del Viejo Mundo, todavía era un nombre capaz de atraer seguidores, así fuera en la distancia. Cuando al fin conseguí embarcarme en mi jornada para buscar una comprobación de mi obscura tesis de estudio, tesis que yo defendía fervorosamente a pesar de de la incredulidad de mis compañeros de cátedra, me sentí más motivado que nunca. Dicen que mi emoción era tan grande que yo afirmaba que la historia no sería más la misma después de mis descubrimientos. Nadie en ese momento dio muchos oídos al tema y no era de extrañar que esa aparente indiferencia a mis proyectos incendiase todavía más mis bríos. No obstante, el nombre de William Hunt corrió el mundo. Primero él llegó a la Amazonía, donde especulan que viví con las última de las tribus aisladas de la región. Después, yo visité el Ártico y algunas grutas del África septentrional. En una de mis últimas expediciones, fui al Himalaya y mantuve contacto con pueblos distantes de las montañas, de donde dicen, volví un tanto decepcionado. Pero el hecho es que todo no pasó de ser mera especulación. Las cosas que yo anduve haciendo en esos viajes jamás fueron conocidas por alguien. Y no fue por falta de curiosidad. Yo nunca llevé un asistente conmigo. Todo parecía dirigirse hacia una jornada sin fin cuando un hecho nuevo acabó por despertar habladurías sobre mi. Era una cosa menor, sin mayor importancia, mas intrigó a todos. En una de mis andanzas, yo volví trayendo en el bolsillo un pequeño talismán tallado en madera, del tamaño de un reloj de pulso, formando las iniciales W.H.. Al parecer, durante un largo tiempo el objeto fue para mi, William Hunt, un verdadero amuleto de suerte. Diversas ocasiones fui descubierto mirándolo con una devoción casi infantil. Mis ojos ardían y yo, de vez en cuando, sudaba frío cuando alguien amenazaba con tomarlo. Como eso me perturbaba mucho, las personas decidieron dejarme en paz. Lo curioso es que, misteriosamente, después de algún tiempo fui perdiendo de a pocos el interés por el pequeño talismán y cuando volví de mi último viaje, esparcí el mensaje por el medio académico de que partiría de una vez por todas y que nunca más sería encontrado nuevamente. Al principio, pensaron que se trataba de una rareza más en mi personalidad un tanto excéntrica, pero cuando pasó una semana sin que diese señal de vida, uno de mis colegas de profesión, el profesor de Historia Natural Jean Baptiste De Lacroix, un francés narigudo con el cual a veces me tomaba unos tragos, decidió ir en mi búsqueda. En aquel día, De Lacroix no fue solo hasta mi apartamento. Gracias a Dios Jean Baptiste tuvo la idea de llamar a un amigo. Fueron los dos quienes encontraron mi cuerpo tirado en el solar de la cocina, balbuceando cosas impronunciables que parecían no combinar con ningún idioma humano conocido. Según ellos, yo parecía estar luchando con alguna fuerza externa, cuando finalmente comencé a balbucear en español:
“—los nervios están un tanto resecos y los tendones y músculos tienen que ser cuidadosamente evaluados. Es el formol que provee esa coloración de barro al cadáver, por lo tanto, piensen en él como un futuro instrumento de trabajo. Quien se sienta asqueado, que abandone la medicina ya, o de lo contrario, nunca serán médicos de verdad!” Ramiro José Sánchez había vuelto—una alma para la cual la línea del tiempo había parado en la mañana del lunes 10 de septiembre de 1947, con el grupo de principiantes mirando horrorizados para el cuerpo que estaba siendo violado.

Olavo Wyszomirski

407786_287969001249795_1827678028_n   Olavo Wyszomirski creció en Salvador, Brasil, estudió un período en Alagoas, se formó en comunicación social en la Bahía y en la década de los noventa se mudó para Río de Janeiro. En 2001, conoce la librería Travessa, lugar de libros y realizaciones para Olavo, pues allí lanza su primer libro de cuentos, Lugares, el cual será publicado en Colombia por la editorial Lectores Secretos.

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