Leer poesía en versos es relativamente una actividad antigua. La historia se ha encargado también, como no, de lo que fue la poesía y los poetas. Seres algo enajenados que se paraban en determinados puntos de la plaza pública a escupir improperios verbales contra el poderoso de turno, a enaltecer el amor y encanto de la mujer con versos fraternos y a burlarse de este o de aquel, tan solo porque el defecto rima y la fealdad también encanta. El poeta era un trashumante urbano que entre arapaos y embriaguez le cantaba las verdades a la sociedad. Verdades inmundas o no, las tenían que escuchar, pues las letanías del bardo siempre fueron recibidas como entretenimiento y arte. Tal vez—y a riesgo de que muchos me abucheen con este comentario—, tal vez, digo, la poesía fue la primera forma de las emisoras radiales. Lo digo porque un poeta cantaba de mañana a tarde, a la capella con otros o en solitario, y la gente que pasaba por su lado lo sintonizaba si le ponía atención, o por el contrario, lo ignoraba si no le prestaba el oído. Y durante siglos, antes de que alguien escribiera los primeros versos, la poesía fue un canto, una música de la oralidad, una musa que se adentraba en determinados espíritus y los inspiraba con su luz eterna, con la musa de los ritmos infinitos. Y la gente escuchó la poesía, le tuvo fe, acató su consejo entre belleza y filosofía, y exaltó al poeta o lo degradó, tanto da, un poeta es un simple agente de la belleza, una forma del espíritu que decanta las líneas que roba a lo eterno.
Luego vino la práctica de leer la poesía. Si los versos estaban representados por aquellos símbolos minúsculos y angulosos, había que aprender su sonido y su estruendo. Primero fue la lectura en voz alta, una práctica que mejoraba la expresión oral de la persona, acentuaba el espíritu en su voz y que divertía y llegaba a quienes se daban a escuchar las lecturas. Esa audiencia de la poesía leída en voz alta está en vía de extinción. Antes la lectura en voz alta pasaba como una forma de dar color a una reunión social, de poner humor y picaresca a las comidas. Se leía y quien lo hacía era una especia de lector-locutor que debía hacer una prosodia adecuada para que el escucha no perdiera el hilo de la atención.
Si no estoy mal, fue en la edad media que se empezó a leer de forma silenciosa. El libro se masificó gracias a la imprenta, y así mismo fue la lectura en silencio. Un ritual que nace del acceso a los libros, de la religiosidad que impregnaba todo en aquellos tiempos, y de la meticulosidad de una era drástica, catecúmena, que adoraba el silencio y el recogimiento como formas de encontrar la vitalidad del espíritu. Solo en la modernidad, cuando ya el libro como objeto tenía un lugar más que ganado en la cultura, la lectura silenciosa realmente fue un gran fenómeno y se convirtió en lo que conocemos hoy. La imagen del pensador con la mano en la quijada mirando el horizonte fue remplazada, y hace mucho, por la de alguien leyendo. Un niño, un adulto, un anciano. Todos al leer reflejamos la búsqueda de una sabiduría propia de la edad. Todos buscamos algo distinto al despertar con nuestra mente los sonidos que trae un libro.
En todo caso, lo que me importa decir aquí no es cuál lectura es mejor, si la de voz alta o la silente, porque lo que en verdad importa—y es un tema que nos acuñe a todos, como los impuestos, el nombre, el tipo de sangre—es cómo la lectura, más allá de instruirnos, intelectualizarnos o comerse nuestros ojos, lo que logra es ayudar a conocer la naturaleza humana, empezando por nosotros mismos, pues quien lee con fervor imaginario y siente cada frase del texto vibrando en el cuerpo, sabe que el mejor camino para saber quiénes somos y de qué estamos hechos, es un laberinto de palabras sustanciosas que nos lleve hasta los rincones más profundos y obscuros que pueda tener nuestra propia alma. Es un riesgo no leer, y no porque alimente físicamente, de placer como el sexo o adrenalina como un deporte extremo. La lectura es incomparable en esos términos, porque su forma de ser, es decir, el lenguaje, es una música, y como tal nos acompasa siempre, nos pone su ritmo en coordinación con el nuestro, y en ese baile entre lo que suena y lo que somos, se va la vida y la consciencia, la transformación en el caballo del tiempo y la manera en que entendemos el rayo esporádico que cada uno es entre el cosmos explotando.
Chano Castaño
Siempre que se le preguntan las razones para elegir escribir, argumenta que su pasión por los libros y la literatura es como un juego. Se divierte creando mundos ficticios, componiendo poemas de músicas diversas, llevando proyectos editoriales a la realidad. Escritor, periodista y editor, Chano Castaño publicó en 2010 la Historia Ciudadélica, novela ambientada en una ciudad alucinante y perdida en medio de un desierto donde todo es posible. Actualmente edita su libro de cuentos Pólvora Peyote y finaliza su segunda novela, El viajero perdido en camanance. Es el fundador de Lectores Secretos y actualmente reside en Bogotá, Colombia.