Rodar hasta la sangre

   Se supone que hoy vamos a rodar.

   Se supone.

   Me llamaron hace unos minutos a contarme que el grupo de los organizadores solo podrá estar aquí en un par de horas. La gente aguarda con ansias que salgamos desde hace quince minutos, decirles que deben esperar más no es la manera de verlos felices.

   Decidimos salir y esperarlos en algún punto de la ruta. Preferimos gozar las calles en la noche arriba de nuestras bicicletas. Comenzamos a bajar por Chapinero hacia el Centro. Llegamos al Parque Nacional en menos de un parpadeo y nos detenemos a tomar agua y comer panela. Uno de los grupos atrasados nos alcanza. Lo encabeza el tío de Manu, un viejo ciclista que estuvo en las regionales y mantuvo el título por más de un lustro. Es una leyenda.

   El tío de Manu es pachangón, bailador y toma trago. Buena gente, querido, caballero. Ciclista, mecánico de equipo semi-profesional de ruta y juez de varias carreras. En su tiempo la bicicleta no pretendía salvar el mundo ni tampoco ser una forma nueva de moverse en la ciudad. Era una práctica lúdica, deportiva para algunos, y para los menos un medio de transporte. Desde los 7 años pedaleaba con fuerza y se acostumbró a respirar bien donde otros se quedaban ahogados. Las piernas de hierro que lo impulsan todavía hoy a los sesenta años le entregaron muchas glorias y triunfos, además de orgullo y respeto. El tío de Manu—Manu es nuestro amigo, pero no importa—, fue quien nos ayudó a organizar las primeras rodadas por la ciudad. Fue el único que no parecía pesimista frente al tema. Todos pensaban que los carros nos iban a volver una tortilla. Ahora veo porque tenía tanta fé en su causa. Conoce desde un principio el placer de montar bicicleta y sabe lo adictivo que puede llegar a ser. El tío de Manu sabía que si una masa de ciclistas invadía una avenida completa y paralizaba el tráfico (como ya ha sucedido en diversas ocasiones) era el principio del renacer de la bicicleta en la ciudad. Ya no era más algo lúdico, algo exclusivamente deportivo. Era eso y más. Era un símbolo, una perspectiva, una manera de ver el mundo y de convivir en sus entrañas. El ciclista es una nueva forma de entender la vida y el tío de Manu sabía eso y no apoyó desde un principio porque desde siempre y en silencio, fue su causa también.

   Salimos del Parque Nacional y vamos hasta el Parque de los Periodistas. El viento nos cachetea con frialdad y algunas calles ahuecadas y descochadas hacen de la ruta un franqueo de obstáculos. Hay gamines por doquier y guardas con pasamontañas y perros embozados, también nos cruzamos una que otra patrulla de la policía pero sin lugar a duda la calle es nuestra, estamos a nuestro gusto en ella y no vamos a ceder ni un ápice a quienes busquen fastidiarla o llenarla de mala vibra. La calle es otra fé, una corriente de pensamiento distinta, una manera de recorrer la vida sin pasarsela mal, sin aburrirse, la calle también es el mapa del alma que hemos cruzado para ser lo que somos, para entablar un destino que solo conocemos nosotros y las calles que hemos recorrido para alcanzarlo. Cada quien es una ciudad móvil, una catedral ambulante, una calle pateada, escupida y hecha y rehecha bajo los escombros de una y otra muerte.

   El hambre estremece a todo el grupo. De atrás hasta adelante se manifiestan por una parada donde podamos jartarnos de comida para luego pedalear felices como gansos negros en aguas claras. El tío de Manu tiene una idea y me la susurra al oído. No hay discusión, vamos para allá. Tomamos la calle 39 y bajamos hasta el Park Way como una estampida de linces que cruzan la selva de cemento, luego tomamos toda la carrera 24 y pasamos por Palermo, Galerías, el Campín y más allá, hasta que llegamos a la Plaza de Mercado del 7 de Agosto, un lugar que huele a frutas, a legumbres frescas, a carne recien cortada, a sangre de vaca y de cerdo pisada por botas de caucho.

   Parqueamos las bicicletas pero un puñado de emisarios se encargan de adentrarse en la plaza y buscar la cripta secreta de doña Yolanda, la mejor olla para comprar morcilla en esta ciudad. Y es que doña Yolanda tiene su historia, sobretodo su historia entre ciclistas. La violencia del Cauca la sacó volando junto a sus padres y sus hermanos y cuando llegó a Bogotá, igual que miles de desplazados del campo, tuvo que emplearse en lo primero que saliera. Empezó planchando ropa y haciendo aseo en casas de familia, pero las distancia que tenía que recorrer en los buses le enfermaban y decidió pensar en otra forma para conseguir el pan. Fue entonces que conoció a Ferchito, un mecánico de una tienda de bicicletas de la Calle 13. Ferchito estaba en pleno cambio de planes cuando conoció a Yolanda, pues andaba montando su propia tienda y su taller. Por tal motivo le propuso matrimonio sin pensarlo dos veces a tan valiosa mujer, y le ayudó a estudiar y le dio trabajo en su negocio. Una tarde de diciembre, Yolanda había cocinado morcilla para los empleados de la tienda, pero por fortunas y cosas de la vida, quienes acabaron probando tan suculento manjar fueron unos clientes frecuentes de Ferchito. Sin dudarlo, le propusieron a doña Yolanda que hicieran una carrera para que ella montara su negocio de morcilla y así fue. Recogieron fondos y compraron un local aquí en la Plaza de Mercado del 7 de Agosto, y tanto Ferchito como Yolanda fueron muy felices cuando colgaron el letrero que reza Morcilla el Pedalazo.

   Entre todos nos comemos una olla entera. Me encanta la forma rústica en que se sirven las morcillas en papel periódico y el corro fanático y carnívoro que se forma alrededor de doña Yolanda. Es uno de los mejores alimentos para quien busca cruzar esta ciudad de costa a costa. Además de enviarte a casa con un sabor a sangre que curte la valentía del ciclista callejero y le da un toque de brutalidad que no le cae nada mal.

   De la plaza nos separamos. El tío de Manu se va con su parche y nosotros nos alejamos por la Carrera 24 hasta El Campín. Los carros pasan veloces y las luces crean la ilusión de un rastro entre las miradas rápidas. Nos recostamos contra uno de los muros de la gran estructura que cada domingo deja que el fútbol sea lo que es. Nos vemos minúsculos antes sus columnas de coliseo. Alguien arma un porro, lo prende y lo rota. La humareda cubre nuestros rostros como una estela de tranquilidad y dulzura. La noche se templa y el viento se cala en los huesos. Mejor irse a un lugar con paredes. Cada quien tendrá el suyo. Un puñado de ciclas se disperza frente a una plaza que da a una avenida. Cada quiens e lleva su historia. cada uno rueda hasta su propia sangre.

Chano Castaño

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Siempre que se le preguntan las razones para elegir escribir, argumenta que su pasión por los libros y la literatura es como un juego. Se divierte creando mundos ficticios, componiendo poemas de músicas diversas, llevando proyectos editoriales a la realidad. Escritor, periodista y editor, Chano Castaño publicó en 2010 la Historia Ciudadélica, novela ambientada en una ciudad alucinante y perdida en medio de un desierto donde todo es posible. Actualmente edita su libro de cuentos Pólvora Peyote y finaliza su segunda novela,  El viajero perdido en camanance. Es el fundador de Lectores Secretos y actualmente reside en Ciudad de México.

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